El
señor de las máquinas
Marco
Avilés
Domingo, 04 de mayo de 2014 | 4:30 am
Jorge Santiago
es un experto en máquinas de escribir que nunca aprendió a escribir en ellas.
Las ha comprado, reparado y vendido durante casi medio siglo; pero cuando se sienta a redactar, inspirado por sus propios recuerdos, cierra los puños, saca dos índices como taladros y termina rompiendo las teclas. «Escribir nunca fue para mí», dice una tarde, en su taller, con la resignación de un veterano cuyas hazañas nadie conocerá.
Las ha comprado, reparado y vendido durante casi medio siglo; pero cuando se sienta a redactar, inspirado por sus propios recuerdos, cierra los puños, saca dos índices como taladros y termina rompiendo las teclas. «Escribir nunca fue para mí», dice una tarde, en su taller, con la resignación de un veterano cuyas hazañas nadie conocerá.
Un ejército de
máquinas de todas las marcas y épocas –«esta es de la Alemania nazi»; «esta
belleza es inglesa»; «esta no sirve, es china»– lo acompañan en silencio. Las
vitrinas que alguna vez debieron ser las más modernas y admiradas de la ciudad,
ahora atraen algunas arañas y muchos anticuarios.
Santiago creció, soñó e hizo dinero en el siglo pasado. Pero entró en el nuevo siglo sin entenderlo muy bien. En su taller hay una computadora sin monitor. El procesador sirve como mesa de trabajo.
Santiago creció, soñó e hizo dinero en el siglo pasado. Pero entró en el nuevo siglo sin entenderlo muy bien. En su taller hay una computadora sin monitor. El procesador sirve como mesa de trabajo.
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Jorge Santiago
tiene el cabello entrecano y es tan bajito como un estudiante de primaria. Sus
camisas y pantalones a rayas hablan de otra época: cuando la televisión era en
blanco y negro, los militares gobernaban y las oficinas se ahogaban en humo de
cigarrillo bajo la marcha marcial de las máquinas de escribir. Santiago fue uno
de los técnicos más cotizados en un tiempo en que Remington, Olympia y Olivetti
eran marcas tan familiares como ahora lo son Apple, Samsung y HP; empresas y
ministerios contrataban sus servicios; Palacio de Gobierno le confió hasta no
hace mucho sus tres Olympia; los periódicos –celosos con sus investigaciones–
abrían sus redacciones para que él pudiera engrasar los aparatos sumergidos en
colillas de cigarrillos. Santiago tenía un batallón de treinta empleados que
auxiliaban a la ciudad como un cuerpo de bomberos. Las secretarias los recibían
con besos de agradecimiento.
Tres
relacionistas públicas organizaban la agenda de su propia compañía. Santiago no
sabía conducir pero un día se compró un Alfa & Romeo deportivo. Su local
miraba a la hermosa Plaza San Martín, con sus árboles y cafés al aire libre. Su
oficina tenía aire acondicionado para el verano y un bar lleno de bebidas y
whisky para terminar el día.
Cuando las
computadoras aparecieron en las oficinas, a fines de los ochenta, Santiago
estudió sus desventajas: eran pesadas, costosas e inútiles en los apagones, en
una época en que había apagones por lo menos tres veces por semana. Las
empresas eran cautelosas al renovar equipos. Las bombas de Sendero Luminoso
retardaron la llegada de la informática durante algunos años. Pero cuando la
paz se hizo, las computadoras poblaron empresas, hospitales, ministerios. En
las casas, los niños se las pedían a Papá Noel. Hombres como Bill Gates y Steve
Jobs eran celebridades en un mundo en el que los jóvenes estudiaban
computación.
Santiago intentó
subirse a esa ola. Compró una computadora y contrató a un profesor para que
instruyera a los empleados de su empresa. Los empleados eran hombres curtidos
en armar y desarmar tipos y teclas. Escuchaban con atención al profesor, que
apenas era un jovencito. Pero en cuanto las clases terminaban, encendían la
computadora para divertirse jugando campeonatos de solitario. Los incas
murieron oliendo pólvora y otros tantos imperios fueron derrotados por
tecnologías novedosas.
Servicios de
Ingeniería Técnica, Seritec, como se llamaba la compañía de Santiago, cerró en
1994, después de prestar nobles servicios a las máquinas de escribir de la
ciudad. Abatido y confundido, Santiago se retiró a su casa.
Un tsunami
llamado Internet cubrió el mundo.
❉ ❉ ❉
Jorge Aglayde
Santiago Violeta cree que su segundo nombre –Aglayde– podría ser un nombre de
sabios o de reyes. Pero no está seguro. Su madre se lo puso en una noche de
lluvia, cuando un viajero extraño pasó por su pueblo, en Huancavelica. Ella
acababa de dar a luz. Al ver al niño, el forastero dijo que sería un gran
personaje, y sugirió aquel nombre.
Jorge Santiago
nunca ha usado Internet ni sabe qué es «googlear». Aglaide no fue un rey sino
un hombre soltero que vivió trescientos años después de Cristo. Un día contrató
a un brujo para que hechizara a una mujer con la que quería casarse, pero el
hechizo no resultó y se quedó solo. Algunos supersticiosos creen en el poder
evocador de los nombres. Jorge Aglayde Santiago tiene sesenta y tres años y, al
igual que su homónimo de hace dos milenios, tampoco se ha casado.
❉ ❉ ❉
Una mañana, a
inicios del dos mil, Jorge Santiago caminaba por el centro de Lima cuando una
conversación llamó su atención.
Habían pasado
varios años desde el cierre de su empresa. Él trabajaba en su casa, pendiente
del teléfono. Algunos viejos conocidos lo llamaban para que reparase sus
máquinas de escribir.
Esa mañana,
después de atender a un cliente, decidió dar un paseo por el jirón Paruro, esa
feria de tecnología vintage, donde electricistas barrigones resucitan
artefactos mientras beben cantidades industriales de gaseosa. Un hombre con
aspecto de profesor cargaba una máquina de escribir. Se acercó a un vendedor de
radios a pilas y le preguntó quién podía repararla. El vendedor le explicó que
nadie. Movido por un reflejo profesional, Santiago corrió a ofrecer sus
servicios y reparó el aparato en la misma vereda. Mientras trabajaba, dos
clientes más aparecieron. Al día siguiente, el técnico volvió al lugar y nuevos
clientes llegaron atraídos por el rumor de que alguien reparaba máquinas
antiguas.
Había una
oportunidad. Santiago regresó a Paruro todos los días y convirtió un metro de
vereda en su nueva oficina. Imprimió tarjetas con su celular (99967-3477) y,
con el tiempo, alquiló un taller en una quinta.
Su clientela ha
crecido desde entonces contradiciendo la lógica de la evolución. A veces los
mejores adelantos vienen del pasado.
–¿Qué pasó
cuando hace poco hubo un apagón? –me dice Santiago–. Me llamaban por teléfono
como locos para comprarme máquinas de escribir.
Muchos maestros
le compran máquinas para llevárselas a pueblos donde no hay electricidad.
Algunas empresas las usan para rellenar cheques y formularios. Los médicos las
recomiendan como herramienta de rehabilitación cuando los pacientes se han
fracturado los dedos. Los coleccionistas rastrean los ejemplares más antiguos.
Las Underwood de un siglo de antigüedad pueden costar varios miles de dólares.
Una clienta de Estados Unidos le reprocha a Santiago por su dejadez
tecnológica. Podría ganar diez veces más si tuviera una web. Santiago la
escucha y piensa en las paradojas de su vida. Las computadoras, que alguna vez
hundieron su negocio, ¿podrían ahora reflotarlo? Suena tan confuso como una
profecía.
Él prefiere
atender los asuntos del día. «Esto es la calle –me dice mientras señala las
veredas repletas de vendedores–. Acá no existen los amigos. No te puedes
descuidar». Una vez, un cliente fue a buscarlo a su taller. Santiago no estaba
en ese momento. Oiga, no pierda su tiempo –le dijo al cliente un tipo que vende
baratijas–. El técnico de las máquinas de escribir se ha muerto.
Santiago llegó al rato y aclaró el asunto. «Los que están muertos son otros».
Santiago llegó al rato y aclaró el asunto. «Los que están muertos son otros».
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OrlandoContreras
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