jueves, 21 de junio de 2018

ESCRITURA SOBRE UN HUANCAVELICANO





El señor de las máquinas
Marco Avilés
Marco Avilés
Domingo, 04 de mayo de 2014 | 4:30 am
Jorge Santiago es un experto en máquinas de escribir que nunca aprendió a escribir en ellas.
Las ha comprado, reparado y vendido durante casi medio siglo; pero cuando se sienta a redactar, inspirado por sus propios recuerdos, cierra los puños, saca dos índices como taladros y termina rompiendo las teclas. «Escribir nunca fue para mí», dice una tarde, en su taller, con la resignación de un veterano cuyas hazañas nadie conocerá.
Un ejército de máquinas de todas las marcas y épocas –«esta es de la Alemania nazi»; «esta belleza es inglesa»; «esta no sirve, es china»– lo acompañan en silencio. Las vitrinas que alguna vez debieron ser las más modernas y admiradas de la ciudad, ahora atraen algunas arañas y muchos anticuarios.
Santiago creció, soñó e hizo dinero en el siglo pasado. Pero entró en el nuevo siglo sin entenderlo muy bien. En su taller hay una computadora sin monitor. El procesador sirve como mesa de trabajo.
Jorge Santiago tiene el cabello entrecano y es tan bajito como un estudiante de primaria. Sus camisas y pantalones a rayas hablan de otra época: cuando la televisión era en blanco y negro, los militares gobernaban y las oficinas se ahogaban en humo de cigarrillo bajo la marcha marcial de las máquinas de escribir. Santiago fue uno de los técnicos más cotizados en un tiempo en que Remington, Olympia y Olivetti eran marcas tan familiares como ahora lo son Apple, Samsung y HP; empresas y ministerios contrataban sus servicios; Palacio de Gobierno le confió hasta no hace mucho sus tres Olympia; los periódicos –celosos con sus investigaciones– abrían sus redacciones para que él pudiera engrasar los aparatos sumergidos en colillas de cigarrillos. Santiago tenía un batallón de treinta empleados que auxiliaban a la ciudad como un cuerpo de bomberos. Las secretarias los recibían con besos de agradecimiento.
Tres relacionistas públicas organizaban la agenda de su propia compañía. Santiago no sabía conducir pero un día se compró un Alfa & Romeo deportivo. Su local miraba a la hermosa Plaza San Martín, con sus árboles y cafés al aire libre. Su oficina tenía aire acondicionado para el verano y un bar lleno de bebidas y whisky para terminar el día.
Cuando las computadoras aparecieron en las oficinas, a fines de los ochenta, Santiago estudió sus desventajas: eran pesadas, costosas e inútiles en los apagones, en una época en que había apagones por lo menos tres veces por semana. Las empresas eran cautelosas al renovar equipos. Las bombas de Sendero Luminoso retardaron la llegada de la informática durante algunos años. Pero cuando la paz se hizo, las computadoras poblaron empresas, hospitales, ministerios. En las casas, los niños se las pedían a Papá Noel. Hombres como Bill Gates y Steve Jobs eran celebridades en un mundo en el que los jóvenes estudiaban computación.
Santiago intentó subirse a esa ola. Compró una computadora y contrató a un profesor para que instruyera a los empleados de su empresa. Los empleados eran hombres curtidos en armar y desarmar tipos y teclas. Escuchaban con atención al profesor, que apenas era un jovencito. Pero en cuanto las clases terminaban, encendían la computadora para divertirse jugando campeonatos de solitario. Los incas murieron oliendo pólvora y otros tantos imperios fueron derrotados por tecnologías novedosas.
Servicios de Ingeniería Técnica, Seritec, como se llamaba la compañía de Santiago, cerró en 1994, después de prestar nobles servicios a las máquinas de escribir de la ciudad. Abatido y confundido, Santiago se retiró a su casa.
Un tsunami llamado Internet cubrió el mundo.
Jorge Aglayde Santiago Violeta cree que su segundo nombre –Aglayde– podría ser un nombre de sabios o de reyes. Pero no está seguro. Su madre se lo puso en una noche de lluvia, cuando un viajero extraño pasó por su pueblo, en Huancavelica. Ella acababa de dar a luz. Al ver al niño, el forastero dijo que sería un gran personaje, y sugirió aquel nombre.
Jorge Santiago nunca ha usado Internet ni sabe qué es «googlear». Aglaide no fue un rey sino un hombre soltero que vivió trescientos años después de Cristo. Un día contrató a un brujo para que hechizara a una mujer con la que quería casarse, pero el hechizo no resultó y se quedó solo. Algunos supersticiosos creen en el poder evocador de los nombres. Jorge Aglayde Santiago tiene sesenta y tres años y, al igual que su homónimo de hace dos milenios, tampoco se ha casado.
Una mañana, a inicios del dos mil, Jorge Santiago caminaba por el centro de Lima cuando una conversación llamó su atención.
Habían pasado varios años desde el cierre de su empresa. Él trabajaba en su casa, pendiente del teléfono. Algunos viejos conocidos lo llamaban para que reparase sus máquinas de escribir.
Esa mañana, después de atender a un cliente, decidió dar un paseo por el jirón Paruro, esa feria de tecnología vintage, donde electricistas barrigones resucitan artefactos mientras beben cantidades industriales de gaseosa. Un hombre con aspecto de profesor cargaba una máquina de escribir. Se acercó a un vendedor de radios a pilas y le preguntó quién podía repararla. El vendedor le explicó que nadie. Movido por un reflejo profesional, Santiago corrió a ofrecer sus servicios y reparó el aparato en la misma vereda. Mientras trabajaba, dos clientes más aparecieron. Al día siguiente, el técnico volvió al lugar y nuevos clientes llegaron atraídos por el rumor de que alguien reparaba máquinas antiguas.
Había una oportunidad. Santiago regresó a Paruro todos los días y convirtió un metro de vereda en su nueva oficina. Imprimió tarjetas con su celular (99967-3477) y, con el tiempo, alquiló un taller en una quinta.
Su clientela ha crecido desde entonces contradiciendo la lógica de la evolución. A veces los mejores adelantos vienen del pasado.
–¿Qué pasó cuando hace poco hubo un apagón? –me dice Santiago–. Me llamaban por teléfono como locos para comprarme máquinas de escribir.
Muchos maestros le compran máquinas para llevárselas a pueblos donde no hay electricidad. Algunas empresas las usan para rellenar cheques y formularios. Los médicos las recomiendan como herramienta de rehabilitación cuando los pacientes se han fracturado los dedos. Los coleccionistas rastrean los ejemplares más antiguos. Las Underwood de un siglo de antigüedad pueden costar varios miles de dólares. Una clienta de Estados Unidos le reprocha a Santiago por su dejadez tecnológica. Podría ganar diez veces más si tuviera una web. Santiago la escucha y piensa en las paradojas de su vida. Las computadoras, que alguna vez hundieron su negocio, ¿podrían ahora reflotarlo? Suena tan confuso como una profecía.
Él prefiere atender los asuntos del día. «Esto es la calle –me dice mientras señala las veredas repletas de vendedores–. Acá no existen los amigos. No te puedes descuidar». Una vez, un cliente fue a buscarlo a su taller. Santiago no estaba en ese momento. Oiga, no pierda su tiempo –le dijo al cliente un tipo que vende baratijas–. El técnico de las máquinas de escribir se ha muerto.
Santiago llegó al rato y aclaró el asunto. «Los que están muertos son otros».
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OrlandoContrerasOrlandoContreras


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